Desde los primeros años del cristianismo siempre hubo discípulos de Jesucristo que, apartados de pueblos y ciudades, se reunían en grupos para escuchar mejor la Palabra de Dios y vivirla más plenamente. En el siglo VI San Benito redactó una norma de vida para tales comunidades, su famosa Regla, que, debido a su mesura y discreción, con el tiempo llegó a aglutinar en el Occidente cristiano a todas las demás reglas monásticas existentes. Su actualidad tras sus largos XV siglos de existencia se debe no tanto a lo que ella aporta en sentido de originalidad, cosa que no pretende, sino por el contrario a ser un texto portador del Evangelio, una interpretación sabia y práctica, para un grupo específico de cristianos que son lo monjes. Ella continúa siendo hoy la base del monacato cristiano occidental y el pilar fundamental del monacato benedictino. Por su parte, la vida cisterciense de nuestros tiempos es fruto, a su vez, del movimiento reformador del monacato benedictino que tuvo su apogeo en el siglo XII y cuyo fruto más cumplido fué la fundación de la Abadía de Císter, en la Borgoña francesa, el 21 de Marzo de 1098.
Un joven monje preguntó a otro más anciano que «qué era un monje». Éste le respondió: «Monje es aquel que cada mañana se pregunta: ’y ¿qué es un monje?’» (i).
Esta respuesta deja entrever un aspecto del monacato que no nos debe extrañar y hemos de aceptar con paz: el monacato, en su entraña, no deja de ser un misterio. Pablo VI encontraba, muy acertadamente, la razón de este misterio en que la vida monástica se acerca tanto a la transcendencia de Dios que participa de su mismo misterio .
Sin embargo este misterio no es total: la vida monástica es también susceptible de reflexión y de una cierta explicación. La existencia de dicho «misterio» hace más comprensible pero no explica, el hecho de que, no obstante a ser una presencia perenne en la Iglesia, la figura del monje no deja de estar rodeada de un cierto desconocimiento. Y es que a éste contribuyen otras causas: llamados por Dios a una vida de servicio oculto(ii) que, en categorías existenciales, se expresa más como ser que como hacer, los monjes permanecemos como una porción del Pueblo de Dios que no llama especialmente la atención, sobre todo en una sociedad que basa su estrategia en distraer continuamente al hombre de su interior, de hacerlo superficial para consigo y acrítico para con ella misma, que trata, en definitiva, de alienarlo. El monacato, por el contrario, representa ya desde sus orígenes una reacción cristiana firme, aunque pacífica, hacia este estado de cosas que Jesús mismo llama «mundo» cuando advertía a sus discípulos que, por más que permanezcan en él sin embargo no le pertenecen(iii). Es de este mundo como «estructura de pecado» que se opone firmemente a Dios del que el monje, por usar una expresión tradicional, aunque no plenalmente exacta, huye; y huye no porque le tema sino porque lo desenmascara y lo conoce en toda su verdad o, por mejor decir, en toda su «falsedad». El monje denuncia y rechaza, pues, al mundo en lo que tiene de enemigo de Dios (con tal realidad no puede haber ningún tipo de pacto), mas no abandona jamás a los hombres; muy al contrario, tratando de servirlos desde una vocación y misión especiales, él sabe que mediante su ministerio de adoración y alabanza, con él penetran en las entrañas de Cristo todos sus hermanos; recogido en las fuentes divinas en las que tienen origen las fuerzas que impulsan al mundo hacia adelante(iv), trata de ganarlo para Dios ayudándolo en su misma entraña, aquella que, sensible todavía a la acción de Dios, es y permanece esencialmente buena, mereciéndo que Jesús mismo la hiciera objeto privilegiado del amor del Padre. «Tanto amó Dios al mundo…»(v)
Es esta una breve aproximación teológica al hábitatespiritual e incluso «físico» del monje, nota esencial de nuestra vocación. Pero hay que añadir aquí que esta experiencia espiritual no es ni debe ser patrimonio único del monje. Todo cristiano está llamado, en virtud de su misma consagración bautismal, a vivir en mayor o menor medida este adentrarse en el el propio desierto espiritual, pues «en efecto, el alma recibe frecuentemente la inspiración más alta en el desierto. Es allí donde Dios plasmó a su pueblo, es allí donde lo reunió despues de su falta para ’seducirlo y hablarle al corazón’ (Os 2,16). Es allí también donde nuestro Señor Jesucristo, despues de derrotar al diablo, desplegó toda su potencia y se preparó para su vistoria de Pascua. Y el pueblo de Dios, ¿no debe acaso renacer y renovarse en cada generación a partir de una experiencia análoga?. El contemplativo, que se ha retirado por vocación al desierto espiritual, tiene la impresión de haberse establecido en las fuentes mismas de la Iglesia; su experiencia no le resulta esotérica, sino, al contrario, típica de toda experiencia cristiana«(vi).
MONACATO Y VIDA RELIGIOSA.
Configurados con Cristo de una forma especial por su consagración, todos los religiosos reciben de Jesús mismo una misión en orden a hacerle presente hoy a Él de algún modo. Así la vida religiosa en su totalidad tiene la misión de mostrar la mundo a lo largo de los siglos que Jesús, ya glorioso y sentado a la derecha del Padre, sigue vivo ayudando a los hombres y orando por ellos, tal y como hizo durante su existencia terrena. Jesús sigue vivo en medio de su Iglesia, pero su presencia ya no es física y tangible entre nosotros; sin embargo es tan real como entonces y, además, universal en el más amplio sentido de la palabra. El Espíritu sigue suscitando, a través del tiempo, hombres y mujeres que reproduzcan más visiblemente que los demás cristianos y mediante una vocación y misión especiales, los distintos aspectos de lo que Jesús hizo mientras vivió físicamente entre nosotros. Así, unos son llamados a reproducir e imitar su celo apostólico por la extensión del Reino, otros nos muestran a Jesús haciendo el bien mediante las más variadas obras de misericordia; otros también hoy somos llamados a reproducir en la Iglesia y para el mundo aquella faceta del rostro de Cristo que lo muestra orando al Padre, sosteniéndo una relación personal y personalizante con Él, y hablándole amorosamente de este mundo que había venido a salvar. Es este dato de la relación que Jesús mantuvo siempre con su Padre, subrayado incontestablemente por los Evangelios, el que la Iglesia ha encomendado simpre a los monjes de una forma particular, para que así ella pueda seguir mostrando siempre al mundo su carácter genuínamente transcendente y divino. Ella, la Esposa, no puede dejar de reflejar en su vida y misión aquél carácter primordial del Esposo por el que Él es,ante todo, «el Religioso del Padre«, es decir, su más perfecto adorador (nunca mejor dicho) en espíritu y verdad.
Cuando Jesús nos manifestó una unión definitivamente Él y todo hombre, (muy especialmente con todo hombre que sufre: «Cuanto hicísteis a uno de estos mis humildes hermanos...») no estableció sin embargo entre ambos una identificación absoluta, cosa que, por otro lado, tanto teológica como antropológicamente es insostenible. Por ello la Presencia del Dios transcendente sigue siendo en la Iglesia el dato fundamental y fundante, y es estaPresencia Primordial la que Ella siempre debe expresar clara y visiblemente si quiere ser fiel a su propia esencia y si quiere seguir manifestando al mundo su más insobornable verdad. La vida monástica presta, insertada de lleno en el Corazón de la Iglesia, un servicio insustituible a la misma cuando hace vida propia la proclamación de este Misterio. Si el mártir tiene el privilegio de proclamar con su muerte la total primacía de Dios sobre todo lo creado, el monje tiene la humilde obligación de proclamarlo con su vida: «La Iglesia os estima, la Iglesia os guarda, a vosotros que habéis tomado en medio de la humanidad la obligación de decir con toda vuestra vida que Dios existe y que debe ser hecho objeto de toda la atención del hombre: vuestra vida dice propiamente eso. Vuestra vocación es por lo mismo tan hermosa en el concierto de alabanza que la Iglesia eleva a Dios y a Jesucristo, su Señor y Salvador, que si antes de ahora vuestra vida no existiera, Ella debería crearla, debería inventarla, debería andar a la búsqueda de alguno de sus hijos para decirle: ¿hay alguno que quiera…? En estos momentos la Iglesia por nuestra voz os habla y reconoce el importantísimo deber que en ella desempeñáis. La Iglesia y yo mismo os lo agradecemos. Perseverad, continuad de un modo consciente en vuestra misión. Sed lo que sóis«(vii).
La Iglesia no es el fruto cumplido de un simple humanismo, por más depurado y elevado que se quiera. Por eso, si bien es verdad que «por la predicación del Evangelio de salvación es llamado el cristiano a seguir a Cristo y debe contribuir a la edificación de la ciudad terrestre (…), con esta misión, sin embargo, no se expresa todo el misterio de la Iglesia, ya que puesta al servicio de Dios y de los hombres(viii), es al mismo tiempo, y principalmente, reunión de todos los redimidos que, por el Bautismo y los demás sacramentos, han pasado ya de este mundo al Padre(ix). Está, pues, ’entregada a la acción y dada a la contemplación’, en el sentido de que lo humano está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación(x). Por lo tanto es bueno y conveniente que algunos fieles expresen esta nota contemplativa de la Iglesia con una vida de verdadero retiro en la soledad, adornados con este carisma del Espíritu(xi), para ’vacar sólo a Dios en asidua oración y gozosa penitencia’ (Perfectae Caritatis, 7)»(xii).
El monje, pues, con su sola exitencia manifiesta la mundo de una forma particularmente expresiva, esta nota (repetimos) esencial de la Iglesia, sin la cual la imagen que Ella ofrecería de sí misma sería no solamente pobre, sino del todo falsa. Es por ello que el Magisterio siempre ha demostrado un profundo respeto y veneración por este estilo peculiar de consagración a Dios que el Espíritu hizo surgir, no casualmente, como primera forma de vida religiosa en la Iglesia y que a lo largo de los siglos hasta hoy, se ha mantenido como una presencia perenne e insustituible en su seno: «…existe una íntima conexión entre la ’contemplación’ y el compromiso en favor de la ’transformación’ del mundo. Consciente de ello la Iglesia siempre ha atribuido una importancia especial a la función de las almas contemplativas que, en el recogimiento, en la oración y en el sacrificio escondido, entregan su vida a Dios por la salvación de sus hermanos. Ojalá que, también hoy, sean numerosa las personas que tengan la generosidad necesaria para acoger la llamada de Dios y afrontar la aventura, a la vez exigente y fascinante, de la búsqueda exclusiva del diálogo con Aquel que es la fuente de toda existencia humana«(xiii).
ACLARACIONES…
(i) Pablo VI. CARTA AL ABAD GENERAL DE LOS CISTERCIENSES REFORMADOS. 8 de Diciembre de 1968
(ii) Ibidem: «También vosotros tenéis un ministerio pastoral, pero vuestro deber pastoral propio es este: la vida escondida(…).No entra en los planes de la Iglesia mandaros salir del monasterio a ayudar diréctamente a vuestros contemporáneos, más bien os empuja a que les estéis presentes de una manera más profunda, a saber, en las entrañas de Cristo».
(iii) Cfr. Jn 15,19; 17,14
(iv) Cfr. Posibilidad para el hombre de un diálogo con el Dios inefable (Mensaje de algunos monjes al Sínodo de los Obispos. Septiembre,1967) La iniciativa de este mensaje tuvo su origen en una audiencia de Pablo VI el 12 de Agosto de 1967. El Papa expresó entonces su angustia en el diálogo con el mundo moderno ante el hecho de la creciente incredulidad. A esta situación de «pesadumbre» contrapuso la vida de «gracia» de la que son testimonio los monjes, evocando el libro de Simone Weil La pensateur et la grâce. Los cistercienses italianos pensaron que se podría tal vez dar testimonio de «esta experiencia de Dios» que sostiene nuestra fe, dirigiendo un mensaje al Sínodo de los Obispos. Y así se hizo: el mensaje fué redactado por un pequeño grupo, anónimo y no oficial, de monjes cistercienses y cartujos, y fué presentado al Santo Padre para ver si creía o no oportuno presentar el texto al Sínodo. Gustoso aprobó la iniciativa y fué distribuída una copia del mismo a cada uno de los Padres Sinodales, dándose lectura publica del mensaje en la Novena Sesión del Sínodo, en presencia del Papa y antes de terminar el debate sobre el problema de la fe. Dispuso luego Pablo VI que se enviase un facsímil del original a cada uno de los 3.029 monasterios de monjes y monjas que existían entonces en el mundo en recuerdo de lo ocurrido y para que hicieran propios sus contenidos. El texto completo puede encontrarse en la Rev. CISTERCIUM año XX, nº 109 corresponciente a Enero-Marzo de 1968.
(v) Jn 3,16-17
(vi) Posibilidad para el hombre…
(vii) Cfr.Pablo VI. Discurso a los monjes del Monasterio de Frattocchie. 19 de Septiembre de 1968. Este es un monasterio cisterciense que lleva el nombre de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento y se encuentra en la localidad italiana de Frattoccie, cerca de Roma.
(viii) Al servicio de los hombres, cfr. VATICANO II, Gaudium et spes, nn. 3 y 40-45; Ad gentes divinitus, n. 12. Pero principalmente al servicio de la salvación, Cfr. Id, Lumen Gentium, nn. 5 y 48.
(ix) Cfr. ID. Ibid,, nn. 2, 7, etc.
(x) ID. Sacrosanctum Concilium, n. 2
(xi) Cfr. ID., Gaudium et spes, n. 38.
(xii) Instrucción «Venite seorsum» de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares. Tal documento apareció en 1969 destinado a regular la clausura de las monjas, constituyendo su primera parte (a la que pertenece el texto citado), una auténtica teología de la soledad al par que un verdadero tratado de espiritualidad monástica.
(xiii) Juan Pablo II. Discurso a la Curia romana, 23 de Diciembre de 1991. Una buena síntesis de la doctrina de Juan Pablo II sobre la vida monástica puede encontrarse en PEDRO JESÚS LASANTA, «Los religiosos contemplativos: activos en la Nueva Evangelización. Reflexiones sobre la doctrina del Santo Padre Juan Pablo II». En L’Osservatore Romano, 30 de Septiembre de 1994, pag. 12 (524).
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