La vida monástica es una vida de trabajo, porque es y debe ser vida de pobre.

De unos hombres que por motivos sobrenaturales abrazan la pobreza. Que la hacen elemento esencial de su vida. Que tienen que trabajar para ganarse su vida y la de los suyos.

No nos hacemos pobres por moda o estética. Ni por humanitarismo. Ni aún siquiera por caridad hacia los pobres.

Nos hacemos pobres porque no queremos que las riquezas, los bienes materiales, las cosas, se interpongan en nuestra marcha hacia Dios. No queremos que nuestro afecto las convierta en ídolos.

Y consecuencia de esta pobreza es la necesidad de trabajar.

El trabajo monástico es el factor que más contribuye al equilibrio de la vida cisterciense.

El trabajo, sobre todo el manual, que ofrece al monje la ocasión de participar en la obra divina de la creación y restauración, y comprometerse en el seguimiento de Cristo, goza siempre de alta estima en la tradición cisterciense.

Este trabajo, arduo y redentor, procura la subsistencia a los monjes y a otras personas, especialmente a los pobres, y es signo de solidaridad con el mundo obrero.

Es además ocasión de una ascesis fecunda que ayuda al desarrollo y madurez de la persona, favorece su salud física y psíquica y contribuye sobremanera a la cohesión de la comunidad (Constitución 26).

En el caso del monasterio de Oseira, y dada la magnitud del edificio, cada uno de los monjes tiene una ocupación claramente definida, no por ello esta es única y ellos mismo llevan el mantenimiento y conservación del edificio, la lavandería, la huerta, la portería, la biblioteca, la licorería, el obrador de pastas, las colmenas, la hospedería…